Por Arturo Zárate Vite

Coneme / Cuando el PRI perdió la presidencia de la República en el 2000 se llegó a pensar que estaba cerca su fin, porque ya no tendría el tradicional líder que desde la residencia oficial de Los Pinos guiaba los pasos del partido en el poder.

¿Ahora quién va a mandar y organizar la elección del próximo candidato presidencial? ¿Qué va a pasar con los gobernadores de extracción priísta y cómo se van a coordinar? ¿Qué va a suceder con las dirigencias estatales y los órganos de dirección nacional del propio partido? Existía temor de una desbandada militante al ver el fracaso de la cúpula partidista, miedo hasta de perder el registro.

Nada de eso sucedió, encontró la forma de sobrevivir y recobró el poder presidencial en 12 años. Supo reorganizarse, elegir candidato y aprovechar errores del grupo gobernante en turno.

Lo que no midieron sus líderes es que, si volvían con los mismos vicios, la sociedad no los perdonaría. Sufrieron la peor derrota de su historia en el 2018. Se hicieron chiquitos y la tendencia no ha parado. Menos diputados, menos senadores, menos alcaldes.

Cada vez menos gubernaturas y en el 2023 podrían quedarse sin ninguna, porque no han podido ofrecer nueva opción o nueva cara, persisten los defectos.

El deterioro se ha acentuado con escándalos de Alejandro Moreno Cárdenas “Alito”, exhibido por audios difundidos por la gobernadora campechana Layda Sansores (Morena), hija de Carlos Sansores Pérez (QEPD) quien también fuera gobernador y presidente del PRI.

Hay quien cree que ”Alito” puede poner en riesgo la triada partidista. Lo más probable es que se mantenga la alianza, porque tampoco los otros dos partidos (PAN-PRD) se caracterizan por cuadros perfectos.

Contra todo pronóstico fatalista, que anticipa su muerte o que lo ve agónico, existe un hecho irrefutable, su militancia. Puede ser, como lo ha revelado Francisco Labastida Ochoa, que muchos prefirieron votar por la opción que ahora gobierna cuando vieron que su partido había postulado a José Antonio Meade, distanciado de las bases y del priísmo en general. De cualquier manera, en 2018, el partido, solo, sin los votos de los

aliados, sumó siete millones 677 mil 180 sufragios (13.56 %). Lejos de correr el riesgo de perder el registro.

Los partidos aliados aportaron apenas alrededor de 2 millones de votos más, para superar los nueve. La mayoría habían sido votos de militantes y simpatizantes priístas leales.

Ese llamado también “voto duro” no se va ir de la organización tricolor porque sigue creyendo en sus postulados y espera que tarde o temprano, las riendas del partido sean tomadas por perfiles dispuestos a servir y no servirse, que los hay, como en todo instituto político.

La lealtad de esa militancia ha pasado todas las pruebas, sinsabores y desatinos de sus líderes. Merece tener un mejor partido, más competitivo, no supeditado a una tríada.

Es militancia que ha demostrado que representa la columna vertebral, con la fuerza necesaria para evitar que el PRI muera de inanición. Ahí va a seguir, aunque se pierdan todas las gubernaturas.

Cuando la cúpula harte y agote la paciencia de las bases, entonces sí, díganle adiós al tricolor.