Por Miguel Angel Cristiani Gonzalez
· Tiberio, el emperador romano que gobernó el mundo antiguo
· Casi comparable a Nerón y a Calígula en su maldad
· Los políticos resentidos, que todavía hoy pululan
Como lo prometido es deuda, en esta segunda y última parte de esta columna Bitácora Política, hoy damos a conocer el nombre del célebre político que aparece claramente dibujado en el libro del escritor español Gregorio Marañón, titulado Tiberio Historia de un resentimiento.
Aunque muchos de nuestros queridos lectores se imaginaron que nos estábamos refiriendo a algún connotado funcionario público de la actualidad, pues lamentamos tener que decirles que no es así, se trata del emperador romano Tiberio, que en su tiempo gobernó la mayor parte del mundo conocido.
Tiberio nació en Roma el año 42 a.C. Murió, cumplidos los 78 años, el 36 d.C. Está, por lo tanto, su existencia dividida en dos por el hecho más memorable de la historia humana: el espacio que media entre el nacimiento y la muerte de Cristo.
Durante muchos siglos Tiberio ha sido para la humanidad un monstruo, casi comparable a Nerón y a Calígula en su maldad. Se dice que influyó en su triste fama el espíritu cristiano que llena la cultura de la Edad Media y del comienzo de la Edad Moderna: Tiberio fue, no en vano, el emperador de Pilatos: el Poncio que dejó crucificar a Cristo por cobardía.
Para mayores detalles sobre los políticos resentidos, que todavía pululan hasta nuestros días, hay que decir que “Entre los pecados capitales no figura el resentimiento y es el más grave de todos; la ira, más que la soberbia”, solía decir don Miguel de Unamuno. En realidad, el resentimiento no es un pecado, sino una pasión; pasión de ánimo que puede conducir, es cierto, al pecado, y, a veces, a la locura o al crimen.
Es difícil definir la pasión del resentimiento. Una agresión de los otros hombres, o simplemente de la vida, en esa forma imponderable y varia que solemos llamar «mala suerte», produce en nosotros una reacción, fugaz o duradera, de dolor, de fracaso o de cualquiera de los sentimientos de inferioridad. Decimos entonces que estamos «doloridos» o «sentidos». La maravillosa aptitud del espíritu humano para eliminar los componentes desagradables de nuestra conciencia hace que, en condiciones de normalidad, el dolor o el sentimiento, al cabo de algún tiempo, se desvanezcan. En todo caso, si perduran, se convierten en resignada conformidad. Pero, otras veces, la agresión queda presa en el fondo de la conciencia, acaso inadvertida; allí dentro, incuba y fermenta su acritud; se infiltra en todo nuestro ser; y acaba siendo la rectora de nuestra conducta y de nuestras menores reacciones. Este sentimiento, que no se ha eliminado, sino que se ha retenido e incorporado a nuestra alma, es el «resentimiento».
Únicamente cuando el resentimiento se acumula y envenena por completo el alma, puede expresarse por un acto criminal; y éste, se distinguirá por ser rigurosamente específico en relación con el origen del resentimiento.
El resentido tiene una memoria contumaz, inaccesible al tiempo. Cuando ocurre, esta explosión agresiva del resentimiento suele ser muy tardía; existe siempre entre la ofensa y la vindicta un período muy largo de incubación. Muchas veces la respuesta agresiva del resentido no llega a ocurrir; y éste, puede acabar sus días en olor de santidad. Todo ello: su especificidad, su lenta evolución en la conciencia, su dependencia estrecha del ambiente, diferencia a la maldad del resentido de la del vulgar malhechor.
Otros muchos rasgos caracterizan al hombre resentido. Suele tener positiva inteligencia. Casi todos los grandes resentidos son hombres bien dotados. El pobre de espíritu acepta la adversidad sin este tipo de amarga reacción. Es el inteligente el que plantea, ante cada trance adverso, el contraste entre la realidad de aquél y la dicha que cree merecer. Mas se trata, por lo común, de inteligencias no excesivas. El hombre de talento logrado se conoce, en efecto, más que por ninguna otra cosa, por su aptitud de adaptación; y, por lo tanto, nunca se considera defraudado por la vida. Ha habido, es cierto, muchos casos de hombres de inteligencia extraordinaria e incluso genios, que eran típicamente resentidos; pero el mayor contingente de éstos se recluta entre individuos con el talento necesario para todo menos para darse cuenta que el no alcanzar una categoría superior a la que han logrado, no es culpa de la hostilidad de los demás, como ellos suponen, sino de sus propios defectos.
El que una agresión afectiva produzca la pasajera reacción que llamamos «sentimiento» o bien el «resentimiento», no depende de la calidad de la agresión, sino de cómo es el individuo que la recibe. La misma injusticia de la vida, el mismo fracaso de una empresa, idéntico desaire de un poderoso, pueden sufrirlo varios hombres a la vez y con la misma intensidad; pero en unos causará sólo un sentimiento fugaz de depresión o de dolor; otros, quedarán resentidos para siempre.
El primer problema que, por lo tanto, sugiere el estudio del resentimiento, es saber cuáles son las almas propicias y cuáles las inmunes a su agresión.
Si repasamos el material de nuestra experiencia —es decir, los hombres resentidos que hemos ido conociendo en el curso de la vida, y los que pudieron serlo porque sufrieron la misma agresión, y no lo fueron sin embargo la conclusión surge claramente. El resentido es siempre una persona sin generosidad. Sin duda, la pasión contraria al resentimiento es la generosidad.
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