Por Alberto Woolrich Ortíz*  / Corresponsal

Nadie puede negar el hecho cierto que el Sr Lic. Andrés Manuel López Obrador y su Cuarta Transformación de la Nación han multiplicado su intervención en la vida jurídica, económica, social, empresarial, deportiva y democrática protagonizando con ello de forma creciente —directa o indirecta— episodios gravísimos de corrupción en sus más variadas vertientes antisociales. Summum ius, summa injuria.

Se ha dicho repetidamente y hasta la saciedad que los delitos vinculados con los narcos políticos, al igual, que los delitos de cuello blanco jamás se investigan, se persiguen, se judicializan, se juzgan y se condenan. Cuando los delincuentes actúan dentro del Estado valiéndose de su posición de poder o de su relación con el poder, aquella trilogía de agobio se completa con el más importante e indignante de los elementos que el Estado le otorga, le obsequia, le dona, le regala, le impone, le propone, le concede: la impunidad.

La impunidad para todos aquellos narcopolíticos, para toda la delincuencia del poder público a fin de que no sean indagados, perseguidos, aprehendidos, juzgados, sentenciados, condenados, encarcelados. Para evitarles ello se les concede la impunidad. Se crea así todo un clima de inseguridad jurídica, impunidad que favorece y además adensa la -delincuencia del poder-.

En nuestra República Mexicana y por sobre todo ante esta Cuarta Transformación de la Nación es muy notorio y notable que, cuando un político, pertenezca al partido que pertenezca, en ejercicio o no de sus funciones es acusado ante la justicia penal (incluso cuando no lo es) invoque con singular demagogia su presunción de inocencia y, además se queje dramática y amargamente de su estado de indefensión por ser un perseguido político.

La invocación de la presunción de inocencia que muy destacados de nuestros políticos han hecho valer ante los medios de opinión pública, únicamente constituye su ignorancia supina, su flagrante desconocimiento de la naturaleza y fines de ésta garantía procesal. Nuestra Constitución Política la proclama y protege. Pero nunca para eludir a la justicia, ni a la responsabilidad penal por aquellos graves delitos cometidos. La impunidad es una muy grave perversión de la democracia y otra más grave irresponsabilidad política.

Hagamos un poco de historia. De Luis el Benigno a San Luis, existió el caos jurídico y la barbarie, la guerra civil se convirtió en el único medio de zanjar las contiendas entre los particulares; se suspendió el curso normal de la justicia por tanta impunidad que brindó. Al llegar la época del Reinado de San Luis, a quien la historia representa impartiendo justicia a las puertas de su Palacio, en la ribera del Río Sena, asesorado por Joinville y por Foucault, más tarde pasó bajo el nombre de Clemente IV, y dictando a sus escribas sus Ordenanzas conocidas como “Establecimientos de San Luis (1270)” que son a modo de nuestra primera Carta Magna que prohíbe la impunidad.

Retomado la ilación del tema, quien esto escribe, tendrá que decir que expresarse a contrario sensu supone una falacia y una deformación interesada y consciente de la realidad para engañar a una pequeña masa del electorado a fin de obtener sufragios para gobernantes sin escrúpulos. Los cuáles utilizan la presunción de inocencia para evitar, impedir, obstaculizar, indagaciones penales y consecuentemente la causa pública, la responsabilidad política y la responsabilidad criminal, es una forma indeseable de mantener una cultura sin súbditos por encima de la impunidad que prohíbe la ley.

*Presidente de la Academia de Derecho Penal del Colegio de Abogados de México, A.C.