Por Alberto Woolrich
Coneme / Dentro del decurso de la historia jurídico-política, dentro de los diversos regímenes que han estado vigentes en nuestro sistema de justicia nacional, los estudiosos del derecho que nos precedieron, nos hicieron saber; que en México existieron —y quizá hoy todavía existan dos sistemas de control o preservación del orden constitucional—, a saber: el ejercicio del orden político y el realizado por los tribunales encargados de la impartición de justicia. Si queremos que México no tenga que seguir cargando con una justicia insoportable, es de la máxima importancia aplicar y respetar de manera irrestricta nuestra Carta Constitucional por sobre aquellos intereses de la política y la total y absoluta falta de escrúpulos con que ciertos gobernantes defienden esos intereses.
La justicia debe sólo de aplicar las leyes que constituyen derecho. La ley jamás debe de ser lo que interesa al poder, el derecho no puede y jamás debe ser así. Nuestras normas se encuentran desde siempre integradas por todos aquellos principios y preceptos que forman y han formado parte irrenunciable de nuestro inmenso acervo jurídico. Hay que recordar que todos los juristas saben que esos preceptos y esos principios son indisolubles, indisociables, permanentes y coincidentes con los derechos de libertad, igualdad y seguridad jurídica, insertos en el Pacto Federal, con ello se sostiene la dignidad de México. Sépanlo, nuestra Carta Magna es el fundamento del orden político-jurídico y de la paz social.
Las leyes que desconozcan lo antepuesto no son Derecho, como tampoco es derecho aquellas ordenes emanadas del Ejecutivo y asumidas y cumplidas por jueces de conveniencia. Nuestras leyes deben de continuar sometidas a las exigencias del Derecho, a las ordenanzas de la Carta de Carranza, sólo así serán justas y sólo a esas leyes deben de estar sometidos nuestros jueces, nuestros tribunales, nuestros recintos de justicia. Es ésta la única interpretación democrática de la expresión —-sometidas exclusivamente al imperio de la ley—.
Retomando la ilación del tema referido en el proemio de la presente columna, cabe decir que hoy absurdamente en México se está retornando a un sistema de control constitucional por órgano político, por designio del ejecutivo, dentro de ello podemos catalogar a la famosa “consulta popular” o pretendido “jurado constitucional” ideado en la antigüedad por aquellos conservadores creadores de aquella Constitución Centralista de 1836, la cuál con su articulado y letra reveló la existencia de un cuarto poder, en el ayer llamado poder clerical y en la actualidad llamado poder de la narcopolítica, el cuál está al parecer indebidamente encargado de proteger el orden establecido por la Constitución. La característica de ese sistema implantado en el documento de 1836, se hace latente en la Cuarta transformación de la República: dígase si no, las declaraciones de inconstitucionalidad, de abuso del poder político, de trasgresiones al Pacto Federal, la resuelven desde tribunas mañaneras aquellas propias autoridades responsables de su violación.
Desde esa palestra del Palacio Nacional, las autoridades responsables de las violaciones, sin procedimiento adecuado, debidamente motivado o fundado, sin contienda, es decir, sin que se entable una controversia, como bien ordena nuestra Constitución, entre un órgano de justicia y la autoridad contraventora de nuestro Pacto federal, el poder contraventor ordena su cumplimiento, con sometimiento de los otros poderes. México sufre y padece la consecuencia de que ya impera un sistema de control constitucional por órgano político, el cuál provoca una serie de pugnas y conflictos entre los mexicanos, dando génesis al quebrantamiento del orden legal y, consecuentemente al desequilibrio entre los Poderes del Estado, como desgraciadamente aconteció en aquella Constitución de 1836. Vale la pena que los estudiosos del derecho se remitan a la crítica de tal sistema enfocada en el proyecto de Constitución de 1857. Ahí está la verdad de la desgracia que padece el México actual. Injuria est omne quod non iure fit.