Por Roxana Hebe Hernández
Coneme / Cuando el pintor jalisciense José Clemente Orozco ingresó al Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores, sus camaradas –incluyendo a David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera– buscaron que el artista tuviera un espacio entre los muros de San Ildefonso, donde varios habían comenzado a pintar sendos murales a inicios de los años 20 del siglo pasado.
Inicialmente José Vasconcelos –secretario de Educación Pública y uno de los grandes impulsores del muralismo en nuestro país– negó la invitación. Sin embargo, Vicente Lombardo Toledano, director de la Escuela Nacional Preparatoria, ofreció a Orozco un contrato “para que haga la decoración del patio principal, así como con el pintor David Alfaro Siqueiros para la decoración de las escaleras del patio chico”, como lo asienta el Informe de la Escuela Nacional Preparatoria de 1923.
“A lo largo de ese año, Orozco pinta aquí un fresco que no se parece en nada a lo que hay actualmente, excepto el que está en el extremo –Maternidad– que pertenece a ese momento. Era un paisaje con alegorías masónicas, esotéricas, en medio de pirámides egipcias. Después, en el piso de arriba, pinta unas caricaturas contra personajes políticos de la época que pertenecen al régimen posrevolucionario. Esta dura crítica, que adereza con imágenes de un anticatolicismo feroz, hace que le rescindan el contrato en la Preparatoria cuando hay una crisis política en la que sale José Vasconcelos”, señaló en entrevista Renato González Mello, investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas (IIE).
Los siguientes dos años, comentó el especialista, Orozco se dedicó a otros proyectos, aunque eventualmente regresó a las paredes de San Ildefonso: “En 1926 el rector Alfonso Pruneda García le regresa los muros y al volver destruye lo que había pintado, con excepción de Maternidad y la cabeza de Cristo, quien originalmente aparecía destruyendo su cruz. Antes de eso pinta el segundo piso y ahí plasma estos frisos con un gran relato de la violencia campesina, uno muy doloroso, en el que, sin embargo, la violencia no es explícita. La violencia es explícita aquí en este fresco –La trinchera–, los tableros aparentemente, por las fuentes que hay publicadas, son los últimos que pinta antes de irse a Estados Unidos a fines de 1927”.
Orozco terminó por hacer casi una treintena de murales, los cuales se distribuyen por los diversos pisos del edificio ubicado en el Centro Histórico de Ciudad de México.
Una violencia familiar
“Estos frescos lo que hacen es construir un nuevo consenso para las élites posrevolucionarias. Desde luego esto es una institución educativa, pero no es una de alfabetización. Esto es la Escuela Nacional Preparatoria y era una de las instituciones de élite del México pre y posrevolucionario. Lo que se pintaba aquí formaba parte de la conciencia de los alumnos y ayudaba a tomar partido entre cosas que no eran demasiado claras al final de la revolución, a configurar el partido de los modernos, de los que están de acuerdo con un proceso de modernización nacional”, subrayó González Mello y añadió:
“Esos consensos eran muy ambivalentes y contradictorios, en el caso de estos murales, que son la segunda versión que pinta el propio José Clemente Orozco habiendo destruido la primera que era una inmensa alegoría esotérica, su característica es que ponen sobre la pared escenas de la violencia campesina en México”.
A pesar de que se coloca el final de la Revolución Mexicana en 1917 –tras la promulgación de la Constitución–, el país siguió experimentando diversos hechos violentos a lo largo y ancho de su territorio, los cuales eran fruto de la lucha entre las diversas facciones que sobrevivieron al conflicto armado. Quienes sufrían de manera más directa esta violencia eran las clases sociales más pobres y las comunidades campesinas.
De acuerdo con el investigador del IIE: “Esta violencia era muy familiar para los ciudadanos del México posrevolucionario, como lo es ahora para nosotros y circulaba en imágenes que iban por canales distintos –tarjetas, postales, e imágenes de prensa muy moderadamente–. José Clemente Orozco se da cuenta de que es una imagen que debe formar parte de la conciencia nacional de una manera crítica”.
“La característica de estos murales es que forman parte de un proyecto artístico del Estado, pero muy tempranamente se convierten también en un instrumento de crítica y así son interpretadas cuando se pintan, están terminadas al final de 1927. La imagen del México campesino no llega a los muros por la vía de José Clemente Orozco, es Diego Rivera –en la Secretaría de Educación Pública– el primero que pone ese asunto sobre los muros. Lo que hace Orozco es, precisamente, decir ‘sí, la vida campesina, pero la violencia es parte de la vida campesina y esta violencia no se acaba porque terminó la revolución, seguimos viendo fotografías, seguimos viendo cadáveres, seguimos viendo la guerra’. Ahí hay una visión bastante crítica de la realidad mexicana”, consideró.
A esto sumó: “No hay que olvidar que cuando se pintan estos frescos, entre 1926 y 1927, en México hay una guerra: La Cristiada. Desde luego, Orozco era jacobino y anticatólico, no tiene la menor simpatía por los cristeros, pero sí la tiene por las víctimas civiles de la contienda. Lo que hace es un trabajo de elaborar el relato de la violencia”.
Recepción
El alumnado y profesorado de la entonces Escuela Nacional Preparatoria recibió de manera negativa la obra plasmada por Orozco al interior de su edificio, una parte de ellos mostró su descontento atacando los murales.
“Casi toda la gente que escribía en los periódicos y los leía había estado en una institución como ésta o aquí. Mostraron su rechazo al hecho de que la Preparatoria fuera cubierta con pinturas de un aspecto modernista, porque la pintura académica no era así, por más que la educación académica de Orozco es notoria en los murales, la pintura académica no era como este mural que muestra la violencia de manera directa sin dorar la píldora, sin mediarla, sin imponer nociones de decoro basadas en la armonía y en la simetría”, argumentó Renato González Mello.
Al respecto añadió: “El público, tanto dentro como fuera de esta escuela, estaba acostumbrado a esperar la pintura que se había generalizado en México en el siglo XIX, muy inspirada en el neoclasicismo y en la de los nazarenos. Ocurre que el proyecto de la pintura mural implica una ruptura cultural, en un edificio emblemático de la construcción de las élites ilustradas de México, eso es la Escuela Nacional Preparatoria de Gabino Barreda y Justo Sierra. Hay, claro, en esta controversia también un bando de intelectuales que se identifica con esta ruptura y esto es importante porque los gobiernos posrevolucionarios no están muy interesados en generar y en construir un partido político con una doctrina”.
“La pintura mural y la novela de la Revolución mexicana dan un polo de identificación para constituirse como tendencia política. Más allá del juego político, lo que hay es una identificación social de quiénes son los revolucionarios porque ya no hay guerra, hay levantamientos y cosas así, pero es difícil distinguir entre las distintas facciones. Al generar un objeto cultural que provoque consenso –aunque sea polémico– nace una corriente de intelectuales que están comprometidos con la modernización. Si algo no hacen estos murales es plantear un apoyo incondicional en ninguna dimensión. La provocación de Orozco va en todas direcciones y ése es su valor. Es una crítica a todo y contra todos. Pienso que el chiste de estos murales es hacer ver la importancia que tiene decir ‘no’ en un momento de consenso”, mencionó el especialista.
Uno de los puntos más importantes, identificó el investigador, es que “no ha vuelto a pasar que el crítico de un movimiento político sea uno de los voceros de ese consenso político. Orozco fue un artista del Estado posrevolucionario que nunca se conformó con ser un ideólogo simple y llano, un propagandista del Estado posrevolucionario. Fue un crítico de ese Estado y, en esa medida, fue uno de sus intelectuales, es la negociación que él estableció para mantener su independencia y finalmente su libertad”.
Imágenes clave
Entre las piezas que conforman la obra muralística de José Clemente Orozco en San Ildefonso, González Mello distinguió tres que ponen en contexto y plenitud las ideas del artista detrás de este proyecto:
El acecho: “Este mural provoca una pequeña crisis al interior de esta escuela por dos razones. La primera es que retrata a Luis Napoleón Morones, líder de la Confederación Regional Obrera Mexicana, aliada de Plutarco Elías Calles que estaba por convertirse en el presidente de México en 1924. Cuando se hizo esta obra, lo pinta como un dirigente obrero que ha traicionado a los obreros y aparece detrás del trabajador que está ahí con una bandera rojinegra, además hay un personaje embozado que está a punto de apuñalarlo. Morones a su vez está disfrazado con una corona de espinas, haciéndose pasar por una especie de figura mesiánica, cosa que no es. Otra cosa es que esto es una caricatura sobre el muro de una institución que los alumnos tienden a describir en términos monumentales –sino es que sacros– y es una desacralización del edificio, no se considera en los años 20 que la caricatura sea un género artístico y tampoco que un proyecto artístico del Estado tenga que incluir caricaturas”.
El sepulturero: “Es un personaje que se ha quedado dormido peligrosamente al borde de la tumba. A su izquierda y en el arranque de este ciclo de murales, hay un grupo de mujeres, una de las cuales está embarazada. Es el ciclo de la vida y la muerte. Es un arte simbólico, no sólo es realista como se ha dicho, que sí lo es. Es simbólico en un sentido muy radical, porque asume que hay temas universales: la vida y la muerte, el nacimiento y el luto. Todo este pasillo del segundo piso está construido sobre esta supuesta historia cíclica. Es algo que permite una reinterpretación de lo que ocurre en la planta baja como parte de una narración. Los murales de la planta baja, aunque muestran episodios, no tienen un hilo narrativo como este y aquí un poco lo que dice es ‘ojo, aquí estamos hablando de un relato’”.
La trinchera: “Los rojos en el fondo de La trinchera son un logro técnico considerable, es lo que distingue la obra de Orozco y de Rivera. Hay pocas obras de arte en el país tan importantes como ésta, ha sido mil veces reproducida y no tantas explicada o han sido motivo de reflexión, porque el contenido de la obra de Orozco, en este caso, es una crítica de la violencia y de nuestra distancia frente a la campesina. Esa crítica sigue vigente y en los medios, en los círculos políticos todavía hay tendencias que quisieran omitir las imágenes de la violencia en el campo y decir ‘esto no lo vamos a poner, esto es tremendista, esto apoya las percepciones negativas’. Con la pena, las percepciones negativas son patrimonio artístico de México, son monumento artístico de la nación y ese es el contenido de la cultura oficial de aquel tiempo. Es un contenido muy crítico, la crítica sigue vigente y la necesidad de
ella también”.
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