Por Ramón Gómez
Los dos grandes factores causales del cambio político del
año de 2018 fueron la persistencia del programa neoliberal
durante 35 años y del Estado corrupto, el cual fue fundado hacia
1952 y alcanzó apogeos en tiempos del “pensamiento único”. La
lucha popular contra ambas catástrofes se manifestó en 1988,
aunque antes había tenido lugar en los planos intelectual y
político.
Destruir el andamiaje neoliberal y la corrupción, partes
engarzadas del sistema político, implica una transformación del
Estado o, como dice Andrés Manuel López Obrador, de la vida
pública de México. Se trata de un viraje histórico que debe
impactar comportamientos y moralidades de amplios segmentos
de la sociedad.
La cuestión es de clase, naturalmente, aunque no sólo, pues
están presentes varias otras contradicciones. Durante los años
del neoliberalismo, el salario mínimo redujo su capacidad
adquisitiva en un 70%. Algo semejante ocurrió con otros niveles
salariales. La aptitud redistributiva del ingreso a cargo del
Estado menguó con los reducidos porcentajes de gasto social
directo, es decir, las subvenciones, frente al alza de los subsidios
entregados a la “clase política” y a los grandes empresarios.
Luego de que se disminuyeran las tasas más altas del impuesto a
la renta y se elevara el IVA, el Estado contrajo su capacidad
efectiva de recaudación mediante la condonación de impuestos
o simplemente por la falta de cobro de grandes masas dinerarias
que retuvieron consorcios y personas ligadas al poder.
La inversión pública productiva fue contenida o supeditada
a mecanismos de negocios privados financiados bajo la
responsabilidad del gobierno para potenciarlos con
aportaciones presupuestales directas, onerosas y sin retorno.
En el marco de todo lo anterior, era imposible atender el
crecimiento de la deuda pública, la cual se contrataba para
sufragar el gasto corriente o las obras que no generaban
ingresos públicos, pero beneficiaban a empresas privadas.
Pemex fue convertido en un gran agente financiero, encubridor
de esa maniobra, por lo que su deuda, que era en realidad del
gobierno, se convirtió en un fardo catastrófico de la paraestatal.
El país se encontró bajo una estrategia sin objetivos
nacionales y populares. En lugar de producir granos, había que
traerlos de fuera porque abundaban en el extranjero y eran más
baratos… de momento. En lugar de producir más gas, refinar el
aceite e impulsar la petroquímica, había que vender el crudo y
depender de importaciones cada vez mayores. La cosa no paró
aquí sino que, para destruir Pemex y lograr que grandes
empresas se beneficiaran de riquezas nacionales, se pactó una
reforma energética entre el PRI y el PAN, no obstante el evidente
repudio popular.
Algo semejante se hizo con la electricidad, mediante el
impulso oficial a la creación de una red de productores
independientes privados que se han beneficiado directamente
de la infraestructura de la empresa nacional construida por el
Estado.
Millones de hectáreas fueron concesionadas para la
explotación minera en un país en el que la propiedad del suelo
no otorga derechos sobre el subsuelo, por lo cual el gobierno
generó una gran presión sobre los propietarios o usufructuarios
de la tierra en amplias regiones del país, los cuales han venido
siendo despojados por los concesionarios por la vía de venta,
alquiler u otros contratos, generando crecientes conflictos.
Además, los derechos de explotación siguen siendo muy bajos.
Todas las privatizaciones, sin excepción, fueron planeadas y
realizadas bajo esquemas de corrupción. Se malbarataron las
propiedades públicas y se produjeron dobles ganancias ilícitas,
las provenientes de comprar a bajo precio y aquellas que se
realizaron en forma de mordidas, además de todo un sistema de
contratos leoninos.
El gran atraco del esquema Fobaproa-Ipab, con el que se
convirtió deuda privada en pública por un importe de 100 mil
millones de dólares, sigue causando desembolsos
presupuestales cada año con el pago de los intereses sobre la
mayor parte del valor de los bonos originales. Las mayores
instituciones de crédito beneficiadas con ese atraco fueron
enajenadas a trasnacionales, luego de que, naturalmente, los
vendedores incorporaran al precio el valor de los bonos.
Además, no se pagó impuesto sobre la renta sobre las ganancias
producidas por las enajenaciones, gracias a una cortesía
adicional del gobierno.
Toda clase de concesiones, estimuladas con mordidas, en
favor de familias vinculadas al poder o de empresas extranjeras,
invadieron el escenario nacional. En el curso de ese largo y
penoso proceso, México fue dejando de tener objetivos
estratégicos de carácter popular y nacional.
El gasto público se atomizó y perdió objeto social,
productivo y estratégico. La gestión en la Cámara de Diputados
consistía en incorporar al Presupuesto gastos inconexos,
disímbolos y muchas veces inútiles, para cobrar posteriormente
los correspondientes moches a las instancias públicas u
organismos privados beneficiados.
El gobierno de Peña Nieto llegó al extremo de desviar
recursos de la llamada Cruzada contra el Hambre por sumas de
miles de millones a través de la Estafa Maestra.
Centenares de fideicomisos se usaban como reductos de
grupos o personas agraciadas, atomizando y esterilizando de tal
forma ingentes recursos presupuestales.
Enormes cantidades de dinero presupuestado se gastaban
sin causa justificada en prebendas de una burocracia dorada que
operaba como propietaria de la cosa pública. Al lado de altas
remuneraciones existían fuertes prestaciones en favor de una
minoría de servidores públicos, los de mayor jerarquía, mientras
la gran masa de empleados percibía sueldos bajos.
Después de muchos retoques a la legislación, los fraudes
electorales sólo cambiaron la forma de realizarse, tanto en el
plano local como en el federal. El órgano de gobierno del
Instituto Nacional Electoral, como el de su antecesor, se
integraba con sendas cuotas asignadas a los partidos políticos;
ese fue siempre el sello de la casa hasta 2020.
El país estuvo en manos de una oligarquía compuesta de
grandes capitalistas y altos políticos. AMLO le llamó la mafia del
poder. El Estado corrupto albergaba a unos y otros, por lo que
fue posible la edificación de todo un sistema de gestión pública
bajo la política neoliberal que era el nudo programático de tan
amplia alianza.
La 4T es un mecanismo político de origen popular que
empezó a crearse hace poco más de 30 años. Derrotar el
proyecto neoliberal y destruir el Estado corrupto es el objetivo,
pero eso, naturalmente, implica construir un sistema nuevo. En
los primeros tres años, se ha dado inicio a la edificación de
instituciones en salud, educación, pensiones, empleo, seguridad
pública, justicia, así como sentar bases de un nuevo esquema de
distribución del ingreso. La lucha frontal y puntual contra la
corrupción se encuentra en las reformas de ley y en las nuevas
políticas de la 4T. Con los fondos rescatados se ha logrado cubrir
una parte considerable de la política social.
Sería imposible analizar con acierto la presente coyuntura
electoral a partir del olvido de lo que predominaba hasta hace
poco o de la negación del alcance que tuvo el gran movimiento
electoral que llevó a López Obrador a la Presidencia de la
República y a la 4T a la mayoría en el Congreso y en numerosas
legislaturas locales. La amnesia de las oposiciones, las
partidistas y las de medios conservadores de comunicación, es
un recurso vano. Se nota enseguida que su programa es el del
neoliberalismo bajo un Estado corrupto.
Esos opositores estuvieron tratando de evitar lo que ellos
mismos llamaron “AMLO en la boleta electoral”. Por tal motivo
tenemos calendarios diferentes para elecciones, consultas
populares y revocación del mandato. La separación de fechas fue
impuesta por la oposición con su tercio plus en el Senado, ya que
son normas constitucionales. Pues bien, después de tanto
esfuerzo, los opositores han hecho lo que no querían, es decir,
meter al presidente en la boleta a través de su propia incansable
lucha de respuestas, acusaciones, noticias falsas, insultos,
calumnias y simples difamaciones ad persona. No han parado un
momento. Lo que han hecho, sin desearlo, es alimentar
contraataques de parte de un gobernante metido en la denuncia
política, hasta provocar una vorágine interminable para la cual
ellos no estaban preparados. El punto es que han tenido que
admitir que son defensores de todas las políticas de antes y del
sistema de corrupción, aunque a este último no lo reconozcan
abiertamente en su discurso sino sólo de manera implícita. No
hay que olvidar que sólo los corruptos menosprecian la
corrupción reinante.
El olvido opositor es un mecanismo de defensa política, pero
la mayoría de las personas, incluso la base electoral de los
conservadores, no ha olvidado nada.